sábado, 21 de abril de 2018

La mentira

"Las cerraduras no te protegen de los ladrones, te protegen sólo de la mayoría de las personas honradas que quizá se sentirían tentadas de entrar en tu casa si no hubiera cerradura.” Dan Ariely.
La mentira es algo que desgraciadamente convive con nosotros desde nuestro nacimiento. De bebés aprendemos a mentir para conseguir atención de nuestros padres y en la infancia mentimos para conseguir golosinas o evitar ir al colegio simulando estar enfermos. Esa mentira se va desarrollando con nuestro crecimiento y ya de adultos el ser humano sigue mintiendo para conseguir una cita, para no acudir al trabajo o para librarnos de una multa de tráfico. Pero lo peor de todo es que el honesto, el sincero, está mal mirado por la sociedad. Cara al resto de gente, estos individuos son tachados de gilipollas si dicen la verdad ante un juez en su perjuicio (aun actuando como deben) o a un policía o si le confiesan una infidelidad a su mujer, por poner un ejemplo. Y aunque todo el mundo desea una persona sincera a su lado, realmente nadie quiere oír que el vestido nuevo le queda como un tutú a un hipopótamo o que se ha engordado varios kilos en el verano. Queremos gente sincera a nuestro lado, pero que no lo sean con nosotros. Es decir, a tu mujer le encantará oír de tu boca que la compañera de oficina aparenta diez años más que ella teniendo la misma edad o a tu marido oír que el nuevo en la oficina está más calvo que tú, pero a ninguno nos gustaría ser el nuevo calvo o la compañera vieja. Pero, ¿por qué mentimos? ¿Mentimos por naturaleza propia o porque no tenemos consecuencias? ¿Hay muchos mentirosos o se conocen tantos porque también hay muchos otros sinceros que les dan caza? Todo esto se recoge en el libro de Dan Ariely, Por qué mentimos, y tras leerlo intentaré hacer un breve resumen de lo que en él se dice para esclarecer algunas dudas que a todos nos acuden a la cabeza.
Gary Becker, premio Nobel de Economía, enfocó la mentira hacia una simple relación coste/beneficio. Es decir, el mentiroso miente teniendo en cuenta el beneficio que puede obtener mintiendo, la probabilidad de ser descubierto y el castigo que puede acarrear su mentira. Hablando con un amigo sobre el tema me dijo que una vez oyó una conversación entre un narcotraficante y un simple camionero en el que el primero le ofrecía mucho dinero por pasar droga en su camión. Lo único que le preocupó al camionero fue qué pena le caería si era descubierto. Es decir, el camionero tuvo en cuenta la tesis de Becker. Lo cierto es que no sé si el camionero se hizo traficante o no pero por la mierda de leyes que tenemos en España dudo mucho que dijese que no. El problema no es la mentira en sí, sino que después de mentir y no ser descubierto nos creemos invencibles y vamos un poco más allá, nuestro código moral se hace más laxo y tendemos a mentir en cualquier ocasión, por banal que sea. Se empieza por mentir en curriculums y como no me han pillado acabamos falseando informes de gastos, fondos corporativos, acciones de bolsa, etc. Desgraciadamente tenemos un buen ejemplo de ello en nuestros políticos. A eso se le llama el efecto “qué demonios”. El efecto “qué demonios” invita al mentiroso a mentir, y ya que va a mentir pues a hacerlo a lo grande. Es como decir: puestos a robar robo un banco y no una charcutería. El efecto “qué demonios” hace que el mentiroso incremente su nivel de deshonestidad autoseñalada y por tanto que baje su factor de tolerancia. Un estudio llevado a cabo por el autor del libro demostró que los estudiantes que portaban gafas de sol de marca falsas mentían más que los estudiantes que portaban gafas de sol de marca auténticas. Es decir, el valor moral de los primeros era más laxo que el de los segundos sólo por llevar gafas de imitación. Después pasaban al factor “qué demonios” y su mentira aumentaba a medida que el castigo disminuía. Dan Ariely resumió su estudio en que llevar falsificaciones influye en el modo de vernos a nosotros mismos y cuando nos parece que somos tramposos nos lo creemos y mentimos más. Curioso, ¿no? Lo cierto es que esto he podido comprobarlo en mis propias carnes con un servicio de compra online y la verdad es que cuando te sale bien una mentira te tienta a seguir mintiendo, sobretodo cuando la única consecuencia es una respuesta por email con un “lo sentimos pero no tiene razón”. Pero Dan Ariely pensó también en los estudiantes con gafas de marca auténticas y demostró que las personas disminuyen su tendencia a mentir sólo con recordatorios de patrones éticos. Se comprobó que la tasa de engaño descendía cuando antes de comenzar la prueba se les recordaba a los estudiantes los diez mandamientos. En este sentido en nuestro país son recurrentes las campañas de la DGT y los cárteles luminosos en las autopistas recordándonos los muertos por accidente en el último fin de semana. Lo cierto es que la gente desea ser honesta (salvo algunos casos perdidos) y el recordatorio de patrones morales en el momento de la tentación reduce el comportamiento deshonesto. Si a estos recordatorios se les suma una sanción económica fuerte por un robo, por ejemplo, el índice de engaños baja aún más. En la Edad Media, por ejemplo, al ladrón que era pillado se le obligaba a devolver el doble de la cantidad robada, una parte para la víctima del robo y la otra parte para el señor de la comarca. ¿Se imaginan al político de turno teniendo que devolver el doble de lo robado a los ancianos por las preferentes? Yo tampoco.
La moralidad va asociada al grado de engaño con el que nos sentimos cómodos. Es decir, engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de honestidad intacta. Si engañamos poco podemos seguir viéndonos honestos. A esto se le llama la Teoría del factor de tolerancia. La tolerancia sobre un robo, por seguir con el ejemplo, es más alta con objetos insignificantes como bolígrafos o golosinas que con dinero. Para un ser que se considera honesto no es lo mismo robar un bolígrafo de la oficina que robar dos euros de la caja registradora. Robar dinero físico nos convierte en ladrones mientras que un bolígrafo podemos justificarlo como un descuido. También engañamos más fácilmente cuando estamos separados de la acción fraudulenta. Engañamos más por teléfono o redes sociales que cara a cara, por ejemplo. El ejemplo que pone Ariely es con el golf. Se preguntó a numerosos golfistas el modo más común de hacer trampas y se concluyó que un 23% de los consultados movían la bola con el palo mientras que sólo un 10% lo hacía con la mano. Así pues, a mayor distancia mayor nivel de honestidad tendremos de nosotros mismos. No es lo mismo ordenar al jefe de la sucursal bancaria de Villabajo que venda preferentes a los viejos analfabetos que hacerlo uno mismo. Es más, si el tramposo es una figura de autoridad (padre, jefe, maestro, o alguien a quien respetamos) aún hay más posibilidades de actuar deshonestamente. Si mi padre, mi jefe o mi maestro miente, roba, etc. y no le pasa nada… ¿por qué no lo voy a hacer yo? Pero si se contagia la deshonestidad, ¿puede contagiarse también la honestidad? Dan Ariely cree que sí. Y de paso yo también lo creo. Ariely obtuvo resultados positivos cuando en un estudio colocó a dos personas desconocidas una al lado de la otra en un examen. Cuando uno de los dos no copiaba, el otro tampoco. En cambio si esas personas se conocían, e incluso se hacían amigas, el engaño por parte de ambos aumentaba. El uno animaba al otro. Comprobó que si nos sabemos observados actuamos con más honestidad que cuando nos creemos invisibles. Sobre este hecho ya escribió George Orwell en su famosa novela “1984”, o incluso antes Platón con su famoso mito del anillo de Giges. Estar vigilado de cerca por un desconocido elimina el engaño. En cambio, si conocen al observador, el compadreo hace que el engaño siga vigente y que se pegue la deshonestidad del uno al otro. Por eso un banquero de confianza o un médico puede engañarnos con más acierto que uno desconocido. El hecho de “invitar” a nuestros conocidos a acompañarnos en nuestra fechoría nos justifica. Los estudios de Ariely han demostrado que el engaño es común e infeccioso y aumenta cuando observamos que otros también engañan. En concreto, si el tramposo es de nuestro mismo grupo social nos identificamos con él y aceptamos su engaño. En cambio, cuando el tramposo es distinto a nosotros, ya sea en poder adquisitivo, etnia o credo, lo tipificamos como intruso y nos cuesta más justificar su conducta y por ende la nuestra propia. No es lo mismo ver a nuestro compañero de oficina meterse en el bolsillo el mismo bolígrafo que nos hemos agenciado nosotros momentos antes que ver a un yonqui meterse en los pantalones la misma chocolatina que nos hemos metido nosotros momentos antes en bolsillo interior de la chaqueta. Ver esto nos haría dejar la chocolatina en su sitio, ya que nos volvemos más éticos por querer distanciarnos de ese intruso.
Autoengañarnos con un “todo el mundo lo hace” es una manera de tener éxito en nuestra imagen cara a los demás. El autoengaño va asociado al exceso de confianza y al optimismo. Por una parte el optimismo y el exceso de confianza es bueno porque nos ayuda a afrontar problemas, disminuir el estrés y aumentar la perseverancia. Pero por la otra la mentira con exceso de confianza pasará a ser más gorda la próxima vez. El autoengaño preserva nuestra imagen positiva autoimpuesta,realza los éxitos y quita importancia a nuestros errores excusándolos echando la culpa a los demás o a circunstancias externas. Cuando alguien nos irrita nos es más fácil justificar nuestros deshonestos actos (un ejemplo de esto es la justificación de los catalanes para saltarse la Constitución con el lema “España nos roba”). Llegados a este punto la inmoralidad se torna represalia y nos decimos aquello tan católico de “ojo por ojo”. El ser humano tiene una increíble capacidad para distanciarse del conocimiento de que está infringiendo las normas. Somos muy creativos buscando excusas para seguir pensando que somos gente honrada pero que nos autoengañemos no significa que lo que hacemos está bien hecho. El autoengaño nos pone una venda en los ojos y nuestra moralidad decrece en la misma proporción en la que aumentan nuestras mentiras y excusar las conductas deshonestas o perdonarlas no enseña al tramposo a actuar mejor la siguiente vez, todo lo contrario, le da alas para volver a cometerlas e incluso ir a más.
Como hemos visto el ser humano tiene en cuenta el coste y el beneficio de una mentira. Además, también tiene en cuenta los recordatorios éticos para no delinquir o el hecho de ser observado por desconocidos. Si esto lo sé yo, un humilde trabajador, padre y marido sin más titulación que un segundo grado de Formación Profesional, ¿creen que no lo sabrán aquellos que nos mandan? Mis conclusiones es que sí lo saben pero no les interesa ponerlo en práctica. ¿Por qué? Es fácil: ¿cuánto dinero recaudarían si la multa por saltarse un semáforo en rojo fuese de 6.000 euros? Correcto, cero patatero. ¿Cuántos votos perdería la derecha si usted no tuviera miedo a que le entrasen en casa a robar porque se exponen a veinte años de cárcel? Muchos. ¿Cuántos políticos meterían mano en las arcas si tuvieran que devolver el doble del dinero robado? Pocos, muy pocos. La élite ha creado un mundo a su imagen y semejanza, es decir, un mundo corrupto. Pero el resto no tenemos por qué seguir su deshonesto camino y en cambio sí podemos educar a nuestros hijos para que sean sinceros y honrados y se lo peguen a los demás, así en un futuro poco lejano podríamos tener mandatarios que pensasen en el bien común antes que en su enriquecimiento personal. Mentir puede conseguirnos mujeres, trabajo, dinero, poder, etc., pero este exceso de confianza puede hacer que nos equivoquemos en tomar las decisiones correctas por creer que todo va a salir bien. Si hay deshonestidad en nosotros mismos también la hay en quién nos rodea y eso nos hace sospechar que todo el mundo nos miente, como hacemos nosotros con ellos. Esto provoca falta de confianza en nuestros allegados y sin confianza nuestra vida se torna más difícil en todos los aspectos. Ténganlo en cuenta la próxima vez que tengan intención de mentir.

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