jueves, 29 de noviembre de 2018

El lado oscuro del ser humano (1a parte)

No cabe duda de que la violencia ha acompañado a todo ser viviente desde que se formó el planeta. Los animales luchaban por su supervivencia, o comías o te comían, pero la evolución hizo que un simio se irguiese sobre dos extremidades y liberase las otras dos para cazar, transportar o crear utensilios. Y apareció el Homo. En ese momento el cerebro comenzó a agrandarse y apareció el lenguaje. El antiguo simio aprovechó el habla para comunicarse y esto hizo a su vez que cooperase para cazar animales cada vez más grandes y poder así sustentarse por más tiempo. A partir de ese momento aquel simio evolucionó a pasos agigantados para crear una cultura social y competitiva que ha llegado hasta nuestros días. Primero fue el dominio del fuego, después la invención de la rueda, la construcción, la moneda, la religión, la astronomía, la pólvora, la electricidad, la energía nuclear, etc. Cada invento conllevaba un salto enorme en esa evolución, pero aunque el hombre poseía el doble del tamaño del cerebro de aquel simio que se hizo bípedo, nunca dejó de ser simio. Así lo cuenta en su libro Michael 
P. Ghiglieri, profesor de Antropología en la Universidad de Arizona y conocido por su labor de investigación con primates en países como Uganda, Sumatra o Nueva Guinea. El lado oscuro del hombre es un libro que busca el por qué de la violencia en una especie tan evolucionada que en menos de seiscientos años ha pasado de descubrir América a poder colonizar Marte. Y Ghiglieri nos da una respuesta: a pesar de todo seguimos siendo simios que luchan entre ellos para hacerse dueños de los escasos bienes que pueblan La Tierra, incluidas las hembras. 
Para dominar la violencia, y por lo tanto acabar con ella, primero hay que entenderla y reconocer las emociones instintivas que hacen que los seres humanos cometan actos violentos. Sí, el ser humano es violento por naturaleza, aunque a algunos les pese. Pensar lo contrario es mirar para otro lado, seguir en un estado somnoliento que ayuda bien poco a conseguir la tan anhelada paz mundial. Algunos filósofos y sociólogos creen que es la misma sociedad la que nos vuelve violentos. Para estos es el poder, el dinero, etc., lo que programa la mente para que actúemos violentamente. Los biólogos como Ghiglieri sostienen que son nuestros instintos primitivos los que nos hacen violentar como también nos hacen llorar, hablar o mamar del pecho materno. Pero lo que sí se ha demostrado es que es la testosterona la sustancia química que desencadena la decisión de agredir, en ocasiones hasta la muerte, a otro ser humano. “La testosterona rebaja el umbral de excitación a partir del cual se activa un haz de fibras nerviosas, llamado estría terminal, que conecta la amígdala al hipotálamo. La testosterona pone en funcionamiento el viejo cerebro de mamífero, que a su vez controla el sexo y la agresividad. Y por mucho que se haya convertido en un tópico el atribuir a la testosterona todo lo malo de que son capaces los hombres, lo cierto es que no se trata de ninguna broma”, como dice Ghiglieri. La testosterona permite al hombre reconocer a un rival peligroso, atacarlo y cebarse en un rival débil si el combate se ha perdido. ¿Quién soporta el mal humor del aficionado fanático cuando ve perder a su equipo contra el eterno rival? Sí, los más débiles, su mujer y sus hijos. Los orangutanes dominantes, por ejemplo, responden a la agresión con agresiones y a la amenaza con más amenazas, en una espiral que se alimenta a sí misma y los mantiene hiperagresivos y repletos de testosterona. Al igual sucede con los humanos que se dejan llevar por sus pasiones, al que a partir de ahora llamaremos orangutanoide para diferenciarlo del resto de mortales. La agresión está programada por nuestro ADN. Un equipo holandés incluso ha identificado en los hombres un gen de la hiperagresividad. Incluso los hombres normales son asesinos por naturaleza.
Los varones con tendencia al suicidio o excesivamente violentos presentan niveles anormalmente bajos de serotonina, una sustancia química que también interviene en la depresión crónica. Es decir, el orangutanoide tiene mucha testosterona y poca serotonina. 
La serotonina regula la intensidad de las señales que se envían las neuronas. Las mujeres tienen más serotonina que testosterona y los hombres al revés. La serotonina sirve también para estabilizar el estado emocional del ser humano ante situaciones de tensión. No es extraño que el dolor lo vivan de forma distinta los hombres y las mujeres. En esa situación, las mujeres tienen tendencia a llorar y a castigarse a sí mismas. Los hombres tienen tendencia a mostrarse más irritables y agresivos hacia los demás. Estas últimas emociones pueden ayudar al cuerpo a superar el malestar creado por la pena e inducido por el cortisol. También pueden inducir a la violencia de masas. La serotonina sirve para inhibir la agresividad y las conductas violentas que pueden derivarse de ella. Así pues, las personas más impulsivas y violentas tienden a tener menos niveles de serotonina actuando sobre puntos clave del cerebro que aquellas que son más pacíficas. Los científicos creen que la serotonina explica el por qué de la depresión y la ansiedad crónica y por qué son más comunes en mujeres que en hombres. También se ha comprobado una correlación entre los niveles de serotonina y la líbido sexual. Altos niveles de 5-HT se asocian a una falta de deseo sexual, mientras que bajos niveles promoverían la aparición de conductas orientadas a la satisfacción de esta necesidad.
La testosterona y la serotonina afecta también a nuestra manera de educar a nuestros hijos. Por ejemplo, las madres tranquilizan y confortan a las niñas más a menudo que a los niños, pero hacen eructar, acunan, despiertan, estimulan, miran, hablan e incluso sonríen más a menudo a sus niños. Las madres también abrazan con más fuerza a sus hijos pequeños. Ya de bien pequeños, sean criados juntos o separados y de la misma manera, los niños difieren de las niñas. Los niños de tres a cinco años son mucho más agresivos (tanto en sus peleas como por sus amenazas) que las niñas y no comparten alimentos de forma altruista tanto como las niñas. Llevan la supervivencia en los genes. A los nueve años, los niños crean jerarquías entre ellos de manera que los más agresivos suelen ser los primeros en conseguir lo que desean. También las niñas son agresivas, pero el esquema es distinto: normalmente utilizan la agresión prosocial para hacer respetar las reglas. Entre las niñas es frecuente oír la amenaza: «si no paras de hacer esto, te acusaré». Son mucho más raras las peleas a puñetazos y la intimidación física en niñas que en niños. Ya en la adolescencia los jóvenes se suelen tirar faroles entre ellos para medir sus fuerzas y escalar así posiciones en su jerarquía social. Por esto los hombres están obligados a discernir un farol de una amenaza verdadera para mantener su estatus. Por el contrario, los hombres pocas veces se tiran un farol ante una mujer. Más bien amenazan de verdad a las mujeres, ya que castigar a una mujer representa un peligro menor para los hombres. Por tanto, las mujeres raras veces pueden considerar que las amenazas de los hombres sean faroles. Si lo hiciesen, su seguridad correría peligro. En resumen, las mujeres tienen que mentir más convincentemente y con mayor frecuencia para protegerse de los hombres que las amenazan. Por eso podemos ver a niñas de tres años mintiendo convincentemente a sus padres. Es su defensa genética contra los hombres. Los niños no necesitan mentir, les basta con amenazar, con utilizar su fuerza. Esta es la explicación simplificada de por qué las niñas maduran antes que los niños: inteligencia contra fuerza física. Por mucho que nos consideremos a nosotros mismos como seres con uso de razón, también somos individuos en los que cuentan el instinto, la emoción y todo tipo de pasiones como el amor y el odio, el miedo y la amistad. 
Ghiglieri justifica el uso de la violencia masculina en la consecución de hembras. El género masculino está programado para esparcir por la tierra cuantas más semillas suyas mejor. Para ello, el hombre tiene que ser mejor que el resto de hombres que le rodean. A esto se le ha llamado la selección sexual. Para evitar los juicios machistas y feministas ejemplificaré lo que quiero decir con el mundo animal. 
La selección sexual realza las características propias de un sexo que ayuda a sus miembros a ganar a sus rivales sexuales. Funciona en ambos sexos y de dos maneras distintas. Entre los machos, una es la «estrategia del macho atractivo». Se favorece el físico (plumaje llamativos por ejemplo). Los machos que triunfan con esta estrategia tienen más descendencia, pues las hembras los escogen más a menudo sobre la base de las características que ellas prefieren. La otra manera de funcionar de la selección natural es la «estrategia del macho muy viril», gracias a la que algunos machos se reproducen más que otros porque derrotan a los machos rivales o los excluyen del proceso reproductor. Las hembras, en función de la especie, también compiten entre sí mediante estas estrategias. Sin embargo, también aplican una tercera estrategia, llamada la «estrategia de la supermadre», en la que entra en juego la eficiencia de su capacidad reproductiva. En la mujer humana está eficiencia viene dada por pechos voluminosos (mayor cantidad de leche) y caderas anchas (mayor facilidad en el parto). La selección sexual del macho muy viril es la que lleva a la guerra, la violación y buena parte de los asesinatos que se producen en la naturaleza. Con la «estrategia del macho muy viril», la selección sexual refuerza el mayor tamaño, el poder, la velocidad, las armas, el valor en combate, la inteligencia, la movilidad, el sentido estratégico e incluso la predisposición a cooperar con otro macho próximo en un combate coordinado. Como los gorilas se parecen mucho entre ellos utilizan la táctica viril. Los humanos machos utilizan ambas tácticas pero el débil siempre se doblegará ante el orangutanoide, aunque sea muy guapo. 
La violencia masculina empieza con la falta o la competencia para fecundar a hembras. La escasez lleva a la lucha por la supervivencia. La cólera, los celos y el miedo son las pasiones de la violencia. Por celos, si estuviese bien visto la promiscuidad de la mujer y se llevase a cabo, habría muchos más asesinatos de hombres a amantes y a sus mujeres que en la actualidad. Por tanto, los hijos de una madre promiscua no suelen contar con el apoyo del padre y, por ello, los hijos de madres promiscuas —por lo menos las que no viven en sociedades socialistas— no sobreviven tan fácilmente como los de las madres monógamas convencidas. Eso explica por qué la mayoría de las personas de casi todas las culturas insiste en la fidelidad de la mujer. El orangutanoide no está dispuesto a batallar por unos hijos que pueden ser de otro. Es más, en las comunidades de primates el nuevo macho alfa mata a las crías del macho vencido para que sus genes se pierdan en el camino. Los hombres, como los gorilas, incluso llegan a matar a sus rivales sexuales. Sin embargo, los hombres, como todos los simios, practican la poliginia y, o bien se casan, o bien desean casarse con más de una mujer.
Así llegamos a la conclusión de esta primera parte, el fuerte se hace con más hembras y perpetúa sus genes. El malote se lleva a la guapa del Instituto. Ahora se puede comprender como boxeadores, raperos con pipa en el cinto, jugadores de fútbol, etc., se casan con supermodelos rubias con tetas y culos operados. Él para esparcir semilla, ella para que a su hijo no le falte de nada. Y todo ello porque nos dejamos llevar por la primitiva testosterona que nos hace golpearnos el pecho cuando vemos a una hembra en edad de procrear. Para ser una civilización que ha conseguido pisar la Luna dejamos mucho que desear. Penoso. En la segunda parte de este largo resumen se hablará de por qué un hombre viola a una mujer. De todas formas desde aquí mando un mensaje a los políticos del mundo. Si la serotonina aplaca la agresividad estaría bien que se la inyectasen a todos aquellos que pueblan nuestras cárceles, ¿no creen? El ser humano, alguno más que otro, no deja de ser un puto chimpancé con vaqueros y camiseta. Cinco mil años de historia y no hemos aprendido nada. Qué pena.

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