sábado, 24 de septiembre de 2016

Cómo entendernos con nuestros semejantes

En "Carta a Meneceo", el tristemente olvidado filósofo griego, Epicuro, busca enseñar qué es la felicidad y cómo conseguirla. Para ello utiliza la filosofía, que como dice: "nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar su alma". Epicuro basa la felicidad en la pérdida a cuatro miedos diferentes (lo que él llama tetrafármaco), que expone en el siguiente orden: miedo a los dioses, miedo a la muerte, miedo a la ausencia de bienes materiales y miedo a no ser feliz, o lo que es lo mismo, miedo a ser inculto o no ser sabio. En dicho libro, que recomiendo fervorosamente, Epicuro nos muestra el camino que recorre el sabio, el cual lleva una vida placentera por ser justo, honesto y juicioso.
He querido comenzar recordando a tan gran filósofo porque mi escrito trata sobre esto precisamente, la incomprensión, la injusticia del ser humano, la falta de honestidad y la nulidad de juicio en el hombre impidiéndose a sí mismo ser feliz. Tengo que reconocer que había pensado en escribir un resumen de los libros pedagógicos que me he leído para dar algunas claves sobre cómo comunicarnos satisfactoriamente con aquellos a los que amamos, principalmente con nuestros hijos, pero nuestros hijos son también personas individuales que tienen sus propios sentimientos y por eso este escrito va dirigido a la manera de comunicarse con el resto del mundo. Así pues, cuando lean este escrito pueden sustituir "el otro" por "su marido", "su hijo", "su padre", "su amigo/a" o "su jefe/compañero de trabajo". Ustedes deciden.
Lo primero que hay que reconocer es que cada uno es diferente al otro y que para tener una buena comunicación debemos utilizar la empatía de forma extraordinaria. Sí, yo no soy el más indicado para escribir sobre cómo llevarse bien con el resto del personal, pero eso no evita que lo intente y les haga llegar a ustedes lo aprendido en dichos libros.
Lo primero que debemos entender para entablar una fructífera conversación con nuestro "rival" es su situación personal, qué le puede estar pasando para que actúe de esa manera que a nosotros tanto nos molesta (refunfuñando, callando, llorando o pataleando, por ejemplo). Puede que un niño desee cariño o juguetes, un joven necesite comprensión y consejos o un adulto quiera simplemente oír lo que quiere escuchar para aumentar su autoestima. Si sabemos ver el estado anímico del otro tendremos mucho ganado. Y si no lo vemos podemos preguntar qué le pasa y esperar a que la respuesta sea sincera. Si esto es así debemos dejar que se exprese libremente, sin interrupciones, coacciones o reproches. A veces un "te entiendo" es más efectivo que un "no lo deberías haberlo hecho así". Como buenos interlocutores que intentamos ser, hay que aceptar los sentimientos del otro y no decirles cómo se sienten, ya que nosotros no somos ellos, y no darles consejos que posiblemente ni nosotros mismos seguiríamos en su situación. Si mis hijos se estuviesen muriendo de hambre y yo no tuviese otra opción que robar comida, desearía que mi mujer me preguntase si me puede ayudar a que me recuerde que puedo ir a la cárcel, algo que yo ya sé y que recordármelo me hace sintir un idiota. Lo que nos gusta escuchar en un momento de aflicción no es una palabra de acuerdo o de desacuerdo sino que reconozcan por lo que estamos pasando. Tampoco nos gustan los sermones, nos basta con una simple palabra de apoyo. Adele Faber, en su libro "Cómo hablar para que los niños escuchen y cómo escuchar para que los niños hablen", nos recuerda en cinco pasos cómo entablar una conversación que sea productiva para ambas partes.
-Paso 1. Hable de los sentimientos y necesidades del niño (o de nuestro interlocutor).
-Paso 2. Hable de sus propios sentimientos y necesidades.
-Paso 3. Busquen juntos alguna idea genial para encontrar una solución que les convenga a ambos.
-Paso 4. Anote todas las ideas, sin hacer ninguna evaluación.
-Paso 5. Decida cuáles sugerencias le agradan, cuáles no le agradan y cuáles piensa poner en práctica.
Es decir, para que se abran a nosotros también nosotros tenemos que abrirnos a ellos. Tampoco debemos abusar de nuestra autoridad o nuestro conocimiento. Pensemos que si dejamos a nuestro interlocutor como un tonto, éste pronto se desanimará y dejará de hablarnos. Debemos respetar el esfuerzo del otro en hablarnos y en buscar soluciones para sus problemas, aunque para nosotros esas soluciones no sean las más adecuadas. No debemos construir frases negativas (por ejemplo "no lo puedes hacer") y debemos sustituirlas por frases positivas ("puedes intentarlo pidiendo ayuda"). La gente que Stamateas apoda "tóxica" nos arrastra con sus penas al infierno. La negatividad también es un escollo a la hora de hablar con alguien. Si nuestro interlocutor no nos anima a hacer las cosas que tenemos pensado hacer, tarde o temprano buscaremos a alguien que sí nos anime a actuar como deseamos. Tampoco debemos restarle importancia a los actos de los demás. Posiblemente para nosotros sumar uno y uno sea fácil, pero para el otro no lo sea. Decirle que algo que va a hacer es fácil es restarle importancia si lo consigue hacer, y si no lo hace lo estamos dejando como un inútil. Hay que recalcarle a la otra persona sus características buenas y no recordarles las malas a cada momento, a nadie le gusta que le recuerden una y otra vez sus defectos y no den importancia a sus virtudes. Debemos respetar los logros de nuestros hijos, de nuestros amigos o de nuestros compañeros de trabajo, no debemos humillarlos, ni tampoco amenazarlos. Debemos animar siempre a conseguir sus metas y a perseverar si no las consiguen a la primera. Debemos ser optimistas, darles un voto de confianza y darles tiempo para reflexionar y pensar así la mejor manera de conseguir sus fines.
Debemos darles ejemplo con nuestros actos, debemos responsabilizarnos de nuestras acciones y enseñar al otro a responsabilizarse de las suyas. No debemos dar a cambio de nada, ya que estaremos acostumbrando a nuestro interlocutor a exigir. Debemos dar libertad sin caer en el libertinaje y hay que dejarle claro siempre lo que se espera de ellos tanto personal como profesionalmente. Un "no" debe ser "no" siempre, no puede significar un "no ahora pero si me insistes hasta hartarme será un sí". Debemos ser firmes en nuestras respuestas, razonables y coherentes. Tenemos que reconocer que nosotros también nos equivocamos, pero también hay que demostrarle al otro que lo sabemos y que intentamos subsanar nuestras equivocaciones de la mejor manera posible. Esto también implica no subsanar los errores del otro, ayudar a subsanarlos sí, o dejar que los subsanen por sí mismos mejor. Quien no arregla no aprende. Actuar es adquirir experiencia, y no olvidemos que un ser humano ocupado causa menos problemas que un ser humano aburrido. Y si el otro reconoce su error, no debemos insistir más en ello, no debemos hurgar en la herida. Debemos informar de las posibles causas de sus actos cuando no sean acertados pero no negarles la experiencia de equivocarse. Si les informamos de que la embriaguez, por ejemplo, afecta a la visión, a los reflejos y al sistema locomotor estarán mejor preparados cuando se emborrachen que si les prohibimos que se emborrachen sin más explicación.
También a la gente que nos importa le agrada que le reconozcamos su buen comportamiento con un gesto cariñoso. A veces un buen premio es la mejor motivación. Soy capaz de limpiar el piso entero con un cepillo de dientes si mi mujer me promete ponerse un conjunto de lencería sexy, ¿ustedes no? Nuestro papel como perfectos interlocutores es "estar ahí", escuchar, reflejar sus sentimientos, ayudar, interesarse y demostrar su preocupación mientras el otro aprende a responsabilizarse de sus propias vidas. Debemos ser dignos de su confianza pero nuestra confianza tiene un precio y ese precio es cumpliendo las normas sociales y civiles. Vuelvo a recordar que dichas normas también debemos cumplirlas nosotros, somos para todo el que nos rodea un ejemplo a seguir. ¿En qué posición quedamos si aplicamos aquello de "haz lo que yo diga pero no lo que haga"? Ya se lo digo yo, perdemos el respeto del otro. Que se lo pregunten al hada Colau.
Como decía Epicuro, ser sabio es ser feliz. Las funciones esenciales de la inteligencia según Jean Piaget consisten en comprender e inventar. El ser humano se hace inteligente cuando actúa y la libre manipulación desarrolla las funciones sensomotoras. Debemos impulsar la autocorrección en nosotros y en los otros, priorizar a la reflexión y al razonamiento para actuar de forma correcta y coherente, y no obligar, sino informar y dejar que el otro actúe libremente, corrigiendo sus errores. Hay que recordar que prohibiendo lo único que hacemos es alentar a la desobediencia. Si alguien quiere traicionarnos lo hará, se lo prohibamos nosotros o no. Únicamente podemos advertirle de las consecuencias que esa traición traerá y esperar a que la otra persona reflexione y tome el buen camino.
Creo sinceramente que lo más difícil que hay en este mundo son las relaciones personales, sean del tipo que sean. Pero si no nos dejamos llevar por la desidia o el enfado, las relaciones entre iguales pueden ser muy satisfactorias para ambos actores. Todo puede solucionarse hablando y comprendiendo los sentimientos de nuestro interlocutor, aceptándolos y ayudándole a actuar de manera lógica, justa, honrosa y juiciosa. En nuestras manos está ser el mejor esposo/a, amigo/a o padre/madre. Empecemos por dar ejemplo y animemos a nuestros seres queridos a imitarnos. Si son sabios, nos escucharán y nos seguirán para encontrar esa felicidad que nos hace tan especiales.

Haz todo bien y con rectitud, no importa que el mundo se desmorone. GEORGE HERBERT. Poeta inglés (1593-1633).

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