jueves, 1 de noviembre de 2018

La energía (basado en el libro La 9a revelación)

La vida es como un árbol. Imaginen que el tronco es la etapa que va desde nuestro nacimiento hasta que tenemos la suficiente autonomía como para decidir por nosotros mismos. Nuestras primeras decisiones son las ramas más gordas, las que se bifurcan directamente del tronco, las más importantes. Una de las primeras decisiones que tomamos por nosotros mismos son nuestros amigos. Cada rama nos lleva a un grupo distinto de amigos y a partir de ahí nuestra vida se ramifica en cada decisión que tomamos. Fútbol o baloncesto, ciencias o letras, Ana o Eva, universidad o trabajo, etc. Cada una de las decisiones que tomamos nos llevan por un camino distinto hasta la última hoja de la copa: la muerte. Si nuestras decisiones son coherentes y siguen siempre un mismo patrón nuestro árbol de la experiencia se asemejará a un ciprés o un abeto, árboles altos y estrechos de hojas perennes. Por el contrario, si nuestras decisiones son erróneas y enrevesadas nuestro árbol se asemejará a un zarzal: arbusto bajo de ramas entrelazadas y llenas de pinchos. Por supuesto que en algún momento dado el ciprés se puede convertir en un roble, en un nogal o en un ciruelo dependiendo de nuestras decisiones, igual que el zarzal puede convertirse en pino. Lo extraño, por no decir imposible, es que el ciprés acabe siendo zarzal y al revés, porque el tronco del árbol viene impuesto en nuestros genes, nosotros únicamente podemos modificar la copa. Así es nuestra vida, nacemos buenos o malos y nuestras decisiones nos hacen crecer o menguar, vivir más o menos, nos dan la felicidad o nos la quitan. Pero nuestras decisiones están también sujetas a miles de variantes ajenas a nosotros. Si a nuestro lado crecen árboles más altos y frondosos nos quitarán la luz del sol y nos marchitaremos si nos empeñamos en combatirles. Si nacemos en el desierto nos convertiremos en cactus o en alga si nos criamos en el mar. El egocéntrico ser humano no admite que no pueda ser dueño de su destino y nos equivocamos al no aceptar que la vida es un juego en equipo, un equipo compuesto por millones de árboles que nos ayudan a crecer o nos hacen tropezar dependiendo de la rama que escojamos seguir. La vida es un progreso continuo y globalizado del que todos formamos parte. Muchos árboles altos en el bosque no dejan crecer zarzales, muchos zarzales en una planicie no dejarán que los árboles crezcan y se eleven hasta tocar el cielo con sus hojas. Nuestra forma de actuar, nuestras decisiones pueden dejar fluir la energía o pueden acabar con ella y destruir el planeta. El desafío es encontrar la manera de que el bosque se llene de abetos y de vida. De energía. Porque todo es energía. Los árboles, las flores, viven de la energía solar, el hombre cuando se encuentra bien, se gusta a sí mismo, se siente con energía. Todo lo que nos rodea tiene un halo de energía a su alrededor que influye también en la energía de los que le rodean. La energía se puede dar o se puede quitar. Hay energía buena y energía mala. La energía que desprende el fuego puede calentar o quemar, o la energía del agua puede mojar o ahogar. Pasa lo mismo con los seres humanos. Una persona alegre y positiva da energía a los que le rodean. Una persona triste y pesimista quita energía. ¿Cuántos de nosotros se ha cruzado en su vida con gente así y por un momento se ha vuelto como ellos? La zarza se enreda en el ciprés para apoderarse de su energía y conseguir por medio de este lo que por sí sola no puede. Aunque no veamos la energía sí la intuímos. Intuímos si una persona posee buena o mala energía. Unas veces nos engañamos a nosotros mismos no queriendo ver la mala energía de algún conocido y otras dejamos que nos la transmita para ayudarlo aún sabiendo que enfermaremos. Y ningún enfermo puede ayudar a otro. Sólo la buena energía puede ser ayudada por otra buena energía. La mala energía únicamente busca intoxicar a la buena, no pretende curarse, busca enfermar a los demás porque sólo será feliz si los que le escuchan son más infelices que él. Por desgracia el mundo está lleno de zarzas. La mala energía que nace del egoísmo, de la envidia, inunda la tierra de norte a sur y de este a oeste. La buena energía apenas resplandece en la triste noche. Palabras como “gracias”, “perdón”, “te ayudo” o “te amo” escasean en nuestro pobre vocabulario. Intentamos controlar o robar la energía a nuestra pareja, a nuestros amigos o vecinos e incluso a nuestros hijos porque somos incapaces de generar energía buena por nosotros mismos. Arrastramos al prójimo hacia nuestro terreno, obligamos a que actúe como lo hacemos nosotros para no sentirnos los únicos desdichados. Hemos llevado al extremo el dicho “mal de muchos, consuelo de tontos”. Y lo peor de todo es que nos alegramos de entristecer al otro, recibimos un chute de mala energía que nos anima a hacer lo mismo con otro buen ser humano. Los hay que utilizan la fuerza para robar energía. Es gente agresiva que grita, insulta y amenaza, que incluso agrede físicamente al que cree más débil que él. Otros utilizan la pena, le hace sentirse culpable por no querer ayudarle, pero no quiere su ayuda, quiere sentirse ganador porque se ha hecho con su energía. Este tipo de gente es gente cobarde, inculta, primitiva. No se atreven a cambiar, están cómodos con sus respectivas rutinas. Son muy infelices y buscan la infelicidad incluso de sus hijos. Y éstos aprenden de sus padres, adquieren sus traumas porque para ellos sus padres son dioses que todo lo saben. Aprenden a ser agresivos o a dar pena para conseguir destacar, para hacerse con la energía de sus amiguitos, de sus abuelos, de sus profesores. Así la mala energía, la violencia psicológica, se va transmitiendo de generación en generación y así hasta el fin de los siglos. El padre con mal energía corrige a su hijo, le regaña, le quita su autonomía en vez de decirle la verdad, de hablar con él, de pedirle opinión en cosas que le atañen. Los padres convierten a sus hijos en seres dependientes, dependientes de ellos, de su mala energía. Egoístamente los educan sin saber, o a sabiendas, que cuando ellos se estén pudriendo en el infierno sus hijos se quedarán en La Tierra, perdidos, necesitados de esa mala energía que tanto han absorbido de sus progenitores, como drogadictos con “el mono” que serán capaces de hacer cualquier cosa para conseguir su “droga”. Y el zarzal se enredará y menguará aún más. Los buenos padres tendrán pocos hijos, los justos para dedicarse a ellos por completo, darles todo su amor y toda su energía, sin tener que dividirla. Los hijos no tienen que competir entre ellos para conseguir el afecto de sus padres. La competición perjudica a toda la familia. ¿Cuántas guerras han habido a lo largo de la historia entre hermanos por hacerse con la herencia del padre? Muchas, y las siguen habiendo. Pero no sólo eso. Antiguamente era la madre la que se ocupaba del niño mientras el padre trabajaba de sol a sol. Hoy día es cierto que trabajan los dos progenitores pero son muchas las separaciones y las renuncias de padres y madres (mayoritariamente de padres) que a una custodia compartida para poder seguir con su vida de Peter Pan. Su única obligación cara a su hijo y preocupación es pasarle la pensión al otro progenitor, desentendiéndose así de la educación y de dar afecto a un hijo que debe beber de ambos sexos. Un hijo necesita a sus dos padres, de ambos aprende cosas. El hecho de tener como modelo a seguir a uno sólo de sus progenitores convierte al niño en cojo y manco. Los hijos deben integrar el lado femenino de la madre y el masculino del padre para que una vez adultos sepan entenderse ellos mismos y al otro sexo. La niña se acerca al padre para complementar su lado femenino y al revés hace el niño. Si esto fuese así y recibiese todo el amor de ambos padres (ya sea juntos o por separado) y toda su sabiduría el mundo cambiaría por completo. La violencia de género (ya sea física o psíquica) desaparecería, el matrimonio aumentaría su durabilidad y si llegase una separación ésta sería amistosa porque ambos padres entenderían la postura del otro y harían lo posible para que su hijo fuese feliz. Por eso me atrevo a decirles a esos jóvenes que el día de mañana serán padres que los gritos, las peleas, los cachetes en el culo, las correcciones y la competitividad por el afecto de los hijos no es algo normal en una familia. Se puede ser feliz viviendo en pareja, se puede educar desde el cariño y la comprensión y se puede separar uno de manera amistosa sin perjudicar al niño, que bastante tiene con ver que las personas a las que más ama y admira ya no viven bajo el mismo techo. ¿Cómo se puede conseguir esto? Con buena energía, con positivismo, dejando de lado los traumas infantiles, siendo sincero con uno mismo y corrigiendo los errores que cometieron los padres en su educación. Siendo valiente, no aferrándose a lo “más vale malo conocido”, comprendiendo a la otra parte poniéndonos en su lugar, evitando gritos y buscando soluciones en vez de reproches. Es posible ser feliz. Es posible evitar la mala energía que nos envían aquellos que quieren hacernos daño no haciéndoles caso, ignorándolos por completo para centrarse en las cosas buenas y alegres de la vida. No digo que sea fácil, pero no es imposible.
Así pues, les invito a que crezcan como cipreses, a que se rodeen de buena energía, a que se pongan en el lugar del otro, a que hagan caso a sus intuiciones, a que persigan sus sueños, a que amen a su pareja, a que eduquen y amen a todos sus hijos por igual y a hacer de este mísero mundo un lugar mejor para que nuestros descendientes puedan disfrutar de él como nosotros no pudimos hacerlo. Si lo hacemos bien, si fluye la buena energía en el mundo, quién sabe si el día de mañana el ser humano pueda vivir sin preocupaciones y disfrutar de la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario