martes, 22 de enero de 2019

La cocaína

Fragmento extraído de la novela de Roberto Saviano, Cero, cero, cero. Espero que quien lea estas palabras se lo piense dos veces antes de meterse nieve por la tocha. Que lo disfruten.
La coca puede ser alterada, en la jerga «cortada», con diversas sustancias: dichas sustancias se añaden a la droga en la fase de producción, o bien, en niveles más bajos, se mezclan con el polvo, el producto final. Existen tres clases distintas de productos de corte: sustancias que provocan los mismos efectos psicoactivos que la cocaína, en este caso se habla de cortes activos; sustancias que reproducen algunos de los efectos secundarios de la cocaína, son los cortes cosméticos, y por último productos que incrementan su volumen sin producir efectos dañinos, los cortes inertes. Hay quien cree que esnifa droga de calidad y en cambio se asfalta las narices con hormigón. En los cortes activos la cocaína se mezcla con anfetaminas u otras sustancias estimulantes como la cafeína, que aumentan y prolongan el efecto del estupefaciente, como en el caso de la Enyesada, una cocaína de baja calidad a la que se mejora y «viste» con anfetaminas. En los cortes cosméticos se utilizan fármacos y anestésicos locales como la lidocaína y la efedrina, que reproducen algunos de los efectos secundarios de la cocaína. Cuando, en cambio, sólo se pretende aumentar el volumen de la droga para obtener más dosis, y por lo tanto ganar más, se emplean sustancias comunes e inocuas como harina o lactosa. La sustancia de corte que más se utiliza en estos cortes inertes es el manitol, un laxante tan suave que resulta adecuado para niños y ancianos, y que no tiene nada en común con la cocaína aparte de su aspecto.
—Uno de mis clientes más fieles acaba de volver de Estados Unidos. Dice que allí la droga tiene un principio del treinta por ciento.
—¿Un principio?
—Sí, un principio activo del treinta por ciento. Pero para mí son trolas. Yo sé que en París hay sitios en los que el principio activo llega al cinco por ciento. En Italia algunos camellos venden bolitas de coca con un principio activo casi inexistente. Pero son estafadores.
En estos años he visto de todo en el mundo de la distribución. La media en Europa va del veinticinco al cuarenta y tres por ciento; entre los sitios más bajos está Dinamarca con un dieciocho por ciento, e Inglaterra y Gales con un veinte por ciento. Pero son cifras que pueden cambiar en cualquier momento.
El verdadero dinero se hace con el corte, porque es con el corte como una raya de coca se vuelve preciosa y es también con el corte como se arruinan las narices. En Londres ciertos camellos burgueses han utilizado garajes para esconder coca de calidad a fin de introducirla en el mercado cuando a causa de las incautaciones falta droga y todos la cortan bajando la calidad. En ese punto la coca realmente buena puedes colocarla al cuádruple. El corte se convierte en el factor discriminador en una economía donde la demanda y la oferta fluctúan de forma tan imprevista. El distribuidor, con el consentimiento de la familia mafiosa, puede cortar. La base, en casos extremos, puede cortar, pero sólo si lo autoriza el distribuidor. El camello que corta es un camello muerto.
«He hecho cursos, me he colado en uno de esos consultorios donde a quien quiere dejarlo se le amenaza con informaciones del tipo de que el veinticinco por ciento de los infartos en las personas entre dieciocho y cuarenta y cinco años están causados justamente por mi producto. Para mí, en esos cursos dicen muchas chorradas. Pero algo he aprendido, que actúa sobre las neuronas, bloquea el equilibrio del sistema nervioso, y con el tiempo lo perjudica. En resumen, jode el cerebro. No sólo eso, también es peligroso para el corazón: basta una “dosecita” de más para que se colapse, si además el producto va regado con un Long Island o un buen Negroni o un Jack Daniels, o bien acompañado de pastillitas azules, bueno, entonces es como apretar el acelerador en una curva. También tienes que considerar que la cocaína es un vasoconstrictor, es decir que estrecha los vasos sanguíneos, te anestesia. Todos esos efectos llegan casi enseguida, segundos después de consumirla: si te la inyectas hace efecto antes de que te des cuenta, si fumas crack o freebase es algo menos veloz pero sigue siendo rápida, si la esnifas el golpe llega un instante después».
Le pregunto cuáles son los momentos buenos.
«¿Los momentos buenos? Apenas la consumes te despierta, aumenta tu atención y tu energía, disminuye el cansancio, tampoco sientes necesidad de dormir, de comer ni de beber. Pero no sólo eso, también mejora la percepción que tienes de ti mismo, te sientes contento, tienes ganas de hacer cosas, estás eufórico, y si lo tienes hasta se te quita el dolor. Pierdes toda inhibición, por lo tanto aumenta el deseo de tener sexo y la iniciativa. Y además la coca no te hace sentirte un drogadicto. Un heroinómano no tiene nada que ver con un cocainómano. El que esnifa coca es una persona rutinaria, no un yonqui. Satisface una necesidad y luego sigue su camino».
Pero enseguida pasa a los malos.
«Los que se la meten a menudo sufren de taquicardia, ataques de ansiedad, es fácil caer en una depresión, se vuelven irascibles por nada, a veces casi paranoicos. Como se duerme poco y se come poco, se tiende a adelgazar. Si esnifas mucha y durante años, corres el riesgo de joderte las narices, conozco a gente que se ha tenido que reconstruir el tabique nasal por culpa de la coca. Y también conozco a gente que se ha quedado tiesa: una dosis de más y le ha dado un infarto. En el fondo cosas más que sabidas, no es que yo haya descubierto la sopa de ajo, pero cuando he oído que mi producto hace que ya no se te levante me he sorprendido, quiero decir, no es que yo tenga esos problemas, pero una buena porción de clientes vienen a verme justo por ese motivo y todos vuelven de muy buena gana, bien colmados, me cuentan que follan durante horas, que tienen orgasmos que les estremecen desde la punta de los pelos, que hacen cosas que sólo habían visto en el porno y que nunca habían soñado con hacer, en fin, una tribu de cachondos que antes de conocerme se corrían a los dos minutos y ahora en cambio se lo pasan en grande. Tenía que saberlo, pero no podía hacerlo preguntándoselo directamente a ellos, los machos no hablan de buena gana de ciertas cosas, así que se lo pregunté a una amiga mía, una tía dura que de vez en cuando me pide un poco de droga pero sólo porque está acabando los exámenes de medicina y tiene que estudiar por las noches porque de día hace de cajera para pagarse la pensión. A mí me dice que la llame Butterfly porque lleva el tatuaje de una mariposa en una nalga, yo le he pedido que me lo deje ver porque no me lo creo pero ella siempre se niega. El caso es que quedamos en vernos en el sitio de siempre, y, como siempre, quiere irse porque tiene mil cosas que hacer, pero yo la detengo, le pregunto cómo va con su chico y le guiño el ojo, me siento como un imbécil, pero no sé cómo entrar en materia, y por suerte ella se da cuenta y me pregunta que a qué viene ese interés, que a mí qué carajo me importa. Yo le digo que es sólo curiosidad, que siento interés por ella, por su placer, y en la palabra placer le guiño de nuevo el ojo, pero esta vez me siento menos imbécil, creo que he captado su atención. Habla claro, insiste ella, y en ese punto le explico de qué va el asunto, que he oído decir que el producto no funciona tan bien en ese aspecto, y que estoy haciendo una especie de investigación de mercado, eso es todo. Y ella hace una cosa extraña, me coge de la mano y me arrastra a un bar, pide un par de cervezas y enciende un cigarrillo, el barman la ve e intenta decirle que no se puede fumar pero ella le dice que no le toque los cojones y él se retira detrás de la barra a servir cafés y capuchinos. Y me habla de su novio, al principio era grandioso, ella un placer de miedo y él unas erecciones de Guinness, el resultado eran unas prestaciones que darían envidia a Rocco Siffredi; luego el bajón. Su polla, me dice, fláccida como una salchicha que hubiera hervido demasiado, antes de que se le levante pasan horas y si ella prueba a tocársela él no siente prácticamente nada, es como si el calor hubiera desaparecido y los vasos sanguíneos bombearan agua helada. Él está muy deprimido por este asunto, no hace más que disculparse, cuando está solo tampoco logra masturbarse; empezó a tomar Viagra, primero una dosis moderada, justo veinticinco miligramos, luego subió a cien miligramos, pero no hay nada que hacer, se le levanta a medias, y no se corre. No hay forma de hacerle correrse, y toda esa energía que no logra explotar es dolorosa, produce mucho dolor, y follar durante horas, a la espera de que él por fin se moje, tampoco es precisamente divertido. Ahora él está en manos de un andrólogo, le ha confesado que consume mi producto y el médico ni ha pestañeado, le ha dicho que se presentan muchos como él y lo único es dejar el producto, pero eso no es fácil. Butterfly habla a rienda suelta y yo reúno las piezas del puzle, me doy cuenta de que estoy criando a un ejército de deprimidos sexuales que no hacen otra cosa que aumentar las dosis con la remota esperanza de que se les ponga dura. ¡Carajo!, quisiera exclamar, si en ese momento no fuera tan improcedente. Y luego Butterfly me dice que también las mujeres lo consumen, el producto, por ese motivo, porque cuando lo tomas te excitas, te pones a mil, pero desde el punto de vista sexual es un desastre, porque el producto, entre sus efectos secundarios, tiene también el de ser un óptimo anestésico, si te pones un poco sobre la muela del juicio que empuja, eso es una cosa, pero si dejas de tener orgasmos, ya de por sí difíciles normalmente, entonces es otra historia distinta. Por no hablar además, continúa Butterfly, de las cosas que haces y de las que luego te arrepientes, como la vez que su chico le confesó que una tarde iba un poco demasiado colgado y terminó con un transexual, que la fantasía siempre la había tenido, pero que nunca había encontrado el coraje. El coraje, repito yo, y Butterfly asiente, y luego después de un pequeño silencio le pregunto si esta vez me enseñará el tatuaje y ella me sonríe y se mete entre las mesas, se desabrocha los pantalones y se baja las bragas, en efecto no me había mentido.
»No he dejado de andar abriéndome paso entre los hombres vestidos según los últimos dictámenes de la moda de negocios, y no he dejado de encontrarme con mis targets que me buscaban, pero tampoco he dejado de descubrir qué hay detrás del producto, veo caras nuevas y las viejas se desvanecen y se pierden quién sabe dónde. Es un trabajo de mierda».

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