viernes, 23 de diciembre de 2022

Anormalidad y Normalidad & El asesino desorganizado de Marco Denegri

Marco Aurelio Denegri Santagadea (Lima, 16 de mayo de 1938) es polígrafo autodidacto. Denegri es fundador de la Asociación de Estudios Humanísticos y la ha presidido y secretariado varias veces. Fue director y propietario de la revista de cultura sexual, Fáscinum (1972-1973). Compuso, juntamente con Óscar Valdivia Ponce, la Bibliografía Psiquiátrica Peruana (1981). En la televisión nacional ha creado y dirigido desde 1973, programas culturales y tiene actualmente a su cargo, en TV Perú, La Función de la Palabra. En el primer ensayo, Denegri nos introduce en los conceptos de lo que es normal o no y de su subjetividad. En el segundo ensayo nos acerca a la manera de comportarse del humano y de su aún estado animal. Espero que les guste.


Normalidad y Anormalidad

Lo normal se define como lo que es conforme a una regla determinada; y lo anormal como lo que se aparta de esa regla o no se ajusta a ella. Así define Denegri la normalidad y la anormalidad. Sin embargo, para el autor, el asunto no es tan sencillo como a primera vista parece. Y es que, para la valorar la normalidad hay varios criterios de norma que nombrarlos a continuación:

  1. Criterio estadístico de norma. Según este criterio, la norma es un estándar estadístico de comparación constituido por lo que en cierto sentido es el valor medio de una variable sobre la que se comparan las unidades de una población. Para definir una variable se puede suponer que es todo rasgo, cualidad o característica cuya magnitud puede variar en los casos individuales. Lo contrario de una variable es una constante o un atributo. Por ejemplo altura, inteligencia, edad, etc. Así pues, según el criterio estadístico de norma, una persona normal es la que está próxima a la tendencia central de un grupo típico de individuos. Esta media se halla sumando las variables de un grupo social, por ejemplo la altura, y dividiéndola por el número de individuos. Por ejemplo, la media española de estatura es 1m 70 cm. Otro ejemplo. Si la tasa media de asesinos que la Policía conoce para ciudades con una población mayor de 100 mil habitantes, es de 6.5 asesinos por año, por cada 100 mil habitantes; el 6.5 puede servir como norma con la que se puede comparar significativamente la tasa de cualquier ciudad en particular. Si los asesinatos son 8 o 2 por cada 100.000 habitantes, eso significa que esas ciudades son anormales. Cómo se puede ver, anormal no es sinónimo únicamente de malo. Algo anormal también puede ser bueno. Pero la estadística se diferencia de la moral. Que haya 6,5 asesinatos por cada 100.000 habitantes es una normalidad estadística, pero la norma moral nos dice que no tendría que haber asesinatos, ya que se espera que la gente respete la vida de los demás, algo que sería beneficioso para todos los habitantes de dichas ciudades. Así pues debemos diferenciar entre lo normal, estadísticamente hablando, y lo normal, moralmente hablando. 

  2. El criterio idealístico-ético de norma. Este criterio considera la normalidad como un ideal perteneciente al dominio de la moral y de los patrones éticos. Este criterio entraña el peligro del autoritarismo, ya que se pueden aplicar normas establecidas por alguna autoridad como la Iglesia, el Estado, el ejército, etc., sin tener en cuenta las diferencias individuales o las distintas situaciones que modifican la conducta de cada individuo. Es decir, en este criterio se corre el riesgo de que la ética con la que debe actuar la sociedad sea dictada por alguien. Por ejemplo, en los países musulmanes radicales lo ético, y por lo tanto lo normal, es que la mujer lleve el cabello tapado con un pañuelo. O en los países ultracatólicos lo normal y ético es que no se use preservativo en las relaciones sexuales.

  3. El criterio clínico de norma. Según este criterio, se llama anormal a la persona que ya no puede gobernar su propia vida o pone en peligro el ambiente que la rodea; y se clasifica, diagnostica y trata a dicha persona por medios físicos o psicológicos. Es decir, lo normal según este criterio es estar cuerdo, pero ¿quién puede decir qué es estar cuerdo? Para el loco, los locos son los demás y el cuerdo es él. Además, como puede leer en este mismo blog, muchas personas padecen trastornos de personalidad aún sin ellos saberlo, creyéndose cuerpos y por tanto normales. Y no sólo eso, una persona "normal" puede en un momento dado, por circunstancias ajenas a él, como una guerra, el asesinato de un ser querido, etc., volverse anormal en menos de un segundo. Esa persona seguramente no habría actuado jamás así si las circunstancias hubieran sido otras.

  4. El criterio de eficiencia. De acuerdo con este cuarto criterio, la normalidad de un individuo no se establece en función de la estadística ni del ideal, sino que tiene que juzgarse según nuestro conocimiento de su potencial de actuación y su nivel de eficiencia. Es decir, de sus actos. Pero volvemos a lo de antes, ¿quién es el valiente que ha de definir objetivamente la actuación del individuo? La normalidad ha sido definida como un estado de equilibrio fisiológico y psicológico, y la anormalidad, como la reacción del organismo a un trastorno de este equilibrio. Sin embargo, en ciertas condiciones, la anormalidad puede inclusive aumentar el potencial de actuación, como en algunas personas en las que se desarrollan actividades creadoras sólo bajo el imperio de un trastorno mental. ¿Recuerdan a Salvador Dalí?

  5. El criterio de intensidad. A juicio de los defensores de dicho criterio, la diferencia entre normalidad y anormalidad es sólo cuestión de grado. Tal opinión era defendida por Freud. «Ya no creemos —dice Freud— que la salud y la enfermedad, los normales y los perturbados, se distingan claramente unos de otros». Otros psiquiatras afirman que la característica de la anormalidad es la simple acentuación o exageración de las acciones y reacciones que están presentes, aunque pasen inadvertidas en la persona normal, y opinan que la conducta anormal es causada principalmente por una falla en las funciones de control. «El normal —dicen— alberga y manifiesta anormalidad, pero en miniatura y controlada».

  6. El criterio cultural. El sexto y último criterio es el cultural. Para apreciarlo debidamente conviene tener presentes dos principios:

  • a. Los comportamientos distintivamente humanos son comportamientos aprendidos y no el resultado de una herencia biológica ni una determinación genética.

  • b. Las distintas culturas imparten aprendizajes distintos. Por lo tanto, los comportamientos que se aprenden varían de acuerdo con la variación observable en las culturas que los inculcan. El lenguaje, el matrimonio, el uso de herramientas, los productos facticios (lo que en inglés se llama artifacts), la religión, el intercambio económico, la moral, los patrones de comportamiento sexual y otras muchas formas de actividad típicamente humana, son precisamente las que difieren entre la rica variedad de culturas que existen en el mundo. Asi pues, la conducta de lo humano es siempre relativa, lo que en antropología se entiende por relatividad cultural. La expresión relatividad cultural designa la idea de que cualquier unidad de comportamiento debe juzgarse, primeramente en relación con el lugar que tiene en la estructura única de la cultura en la que ocurre, y en función del particular sistema valorativo de esa cultura. De suerte, pues, que encierra un principio de contextualismo. Porque, en efecto, cualquier aspecto de la cultura —los sonidos del lenguaje, una determinada forma matrimonial o un cierto tipo de actividad sexual— debe considerarse y apreciarse en el contexto total en el que ocurre y se desenvuelve. Esto es esencial en la doctrina del relativismo cultural. El principio del relativismo cultural, brevemente expuesto, es como sigue: Los juicios están basados en la experiencia, y la experiencia la interpreta cada individuo en función de aquel proceso de condicionamiento, consciente o inconsciente, que tiene lugar dentro de los límites sancionados por determinado conjunto de costumbres de una determinada cultura, y que permite la consiguiente adaptación social del individuo. Las valoraciones, son, pues, relativas al fondo cultural del cual surgen. Pongamos el ejemplo del pudor. El pudor no es innato, se enseña; y es un sentimiento exclusivamente humano. En el ser humano occidental el pudor se localiza en los órganos genitales (sus vergüenzas, dicho vulgarmente). Otros muchos pueblos, en cambio, lo sitúan en lugar distinto. Las mujeres maoríes, por ejemplo, ante la vista de un extraño, se levantan el traje y se tapan la cara, mostrando así lo que una mujer occidental cree propio ocultar. Refiere a este respecto el Padre Feijoo, benedictino y humanista español de la primera mitad del siglo XVIII, que un verdugo le contaba que cuando iba a torturar a las mujeres, el momento terrible para ellas no era el del dolor físico, sino el del trámite previo y obligado de desnudarlas, y prácticamente todas confesaban el delito en ese momento, y no cuando sufrían el tormento físico, porque luego del quebrantamiento de su pudor, resistían la tortura, y mejor que los hombres. En China, el pudor femenino residía en los pies. Las mujeres jamás enseñaban los pies a nadie que no fuera su marido, incluso delante de este, la última prenda que se quitaban eran los zapatos. Así, lo que es normal o anormal para una cultura, puede no serlo para otra. Y eso demuestra que el comportamiento humano es aprendido y no innato.


El fenómeno de la posesión (locura según otros) respecto a lo normal y anormal

En relación con la situación en que estas experiencias de posesión se producen, no pueden considerarse en absoluto anormales, y mucho menos psicopáticas. Es más, están modeladas y configuradas culturalmente; y dicho comportamiento así está inducido por el aprendizaje, por la disciplina, o por las mismas instituciones. Por ejemplo, para el histriónico, el narcisista, el sociópata o el obsesivo compulsivo, es normal sufrir arrebatos de ira (posesión en palabras de Denegri) cuando las cosas no les salen como acostumbran a salirles normalmente. Y aún así ser este arrebato justificable e incluso verlo como normal. Por ejemplo, imaginen un atasco a las 9 de la mañana. Los bocinazos, los insultos, la desesperación por llegar tarde al trabajo, todo eso que debería ser anormal, lo vemos como actos normales e incluso justificables. Otro ejemplo, para el narcisista, encontrarse con alguien que no le halague sus cuidados atributos físicos puede causarle tal rabia que su comportamiento puede parecernos tan exagerado y terrorífico como la niña del exorcista en pleno exorcismo. Y esta ira está provocada por los innumerables halagadores que se han cruzado en su vida desde la niñez. Imaginemos que desde pequeño un niño siempre ha oído de boca de otros que es muy guapo. El problema no es personal, sino cultural (tipo de guapura en su cultura) y social (todo el mundo lo ha tratado como un ser superior al resto). Por ello, es normal que el narcisista se enoje cuando se encuentra con un trato distinto al que está acostumbrado. Otro ejemplo, lo normal es que a uno no suelan atracarlo por la calle y nos enojamos cuando nos encontramos con un atracador que se lleva nuestra cartera, ¿no es así? La experiencia de posesión no se restringe a personas emotivamente inestables. Según las investigaciones realizadas, los que son "poseídos por seres malignos" son personas con todo tipo de personalidad e integrantes de cualquier grupo social. 

"Se ha aplicado la terminología de la psicoterapia a estos estados posesión: y esto se ha hecho indiscriminadamente. Designaciones como histerismo, autohipnosis, psicopatía, neurosis y compulsión, están a pedir de boca. Ahora bien: si los empleamos únicamente como términos descriptivos, entonces su uso puede ser útil en el análisis técnico del fenómeno de posesión. Pero la connotación que esos términos implican —inestabilidad psíquica, desequilibrio emotivo, alejamiento más o menos leve de la normalidad, o alejamiento resuelto y definitivo de ella—, todos los matices connotativos del vocablo, aconsejan emplear otros términos que no sugieran semejante deformación de realidad cultural. Porque en las sociedades donde acontece el fenómeno posesivo, la conducta del poseso y el sentido que ella tiene para el pueblo, están totalmente incluidos en el campo de la conducta comprensible, predecible y normal" (Herskovits, El Hombre y sus Obras, 81).

Los kwakiutlenses de la isla de Vancouver

Ruth Benedict, en su famosa obra Patterns of Culture, estudia e interpreta las costumbres de este pueblo y dice que la conducta de sus miembros corresponde a lo que aproximadamente se consideraría en nuestra sociedad como una conducta anormal. Lo más importante para el kwakiutlense es la acumulación de nombres honoríficos, de títulos, de distinciones, así como de prerrogativas ceremoniales que luego hereda el hijo primogénito. Se obtiene prestigio cuando se logra, principalmente, aplastar a un rival. Y para aplastar al rival, para humillarlo, para hacerle morder el polvo, se celebra la ceremonia del potlatch, en la que la propiedad se distribuye o se regala o bien se destruye con largueza a fin de adquirir un determinado status social, o mantenerlo, o bien mejorarlo. El potlatch es una verdadera fiesta de ostentación; el que no se luce, el que no ostenta, queda derrotado. Pero la ostentación tiene que ser colosal, abrumadora, fantástica, porque no de otra manera podría quedar humillado el rival. El rival tiene que quedar humillado, pisado; y para eso la ostentación tiene que asumir contornos increíbles, tiene que ser realmente tremenda, para que así sea tremenda también la derrota del contendiente. Materialismo en estado puro. Cuanto más tienes, más vales. Cuando este deseo de figuración y prestigio se frustra, el kwakiutlense o bien asesina a su humillador o se suicida. Los kwakiutlenses son así no por una suerte de predestinación biológica, sino porque las costumbres de su sociedad son tales, que cada individuo, si quiere satisfacer sus necesidades, debe aprender a percibir las situaciones sociales en función de las oportunidades de prestigio. Esto encaja perfectamente en la dinámica de su cultura, y, por lo tanto, para ellos es perfectamente normal, aunque a nosotros, que hemos recibido un tipo distinto de educación, nos parezca una conducta compulsiva, paranoide o francamente enfermiza.

Los saoras de Orissa

Los chamanes, tan parecidos, aparentemente, a los epilépticos y a los histéricos, dan prueba de una constitución nerviosa superior a la normal, por cuanto logran concentrarse con una intensidad inaccesible a los profanos, resisten esfuerzos agotadores, dominan sus movimientos extáticos, etc. Según los informes de Bjeljavskij y otros, recogidos por Karjalainen, el chamán vogul posee una inteligencia viva, un cuerpo perfectamente ágil y una energía al parecer sin límites. Según los Yakutes, el chamán perfecto debe ser serio, tener tacto, saber convencer a los que lo rodean y sobre todo no debe parecer nunca presumido, orgulloso ni violento. Debe sentirse en él una fuerza interior que no ofenda, pero que tenga conciencia de su poder. Es decir, debe ser un hombre anormalmente superior al resto. En cuanto a las tribus sudanesas estudiadas por Nadel, “no existe ningún chamán que sea en su vida cotidiana un anormal, un neurasténico o un paranoico; si lo fuese, entonces se le colocaría entre los locos, no se le respetaría como sacerdote. En fin de cuentas, el chamanismo no puede relacionarse con una anormalidad naciente o latente; yo no me acuerdo de un solo chamán cuya histeria profesional haya degenerado en un desorden mental grave”». (Mircea Eliade, El Chamanismo y las Técnicas Arcaicas del Éxtasis, 39-40, 41).

La cultura y las enfermedades mentales

La cultura, por otra parte, puede originar trastornos mentales específicos, lo cual es una prueba más de su gran influjo. Ahí tenemos el caso de la psicosis llamada WINDIGO, propia de ciertos indios canadienses y caracterizada por impulsos y alucinaciones de carácter antropofágico. El WINDIGO es juntamente un gigante mitológico de hielo y un caníbal insaciable. La psicosis se expresa en la creencia de haberse transformado uno en WINDIGO. La causa inmediata es generalmente la amenaza de morirse de hambre, y la enfermedad comienza con una melancolía que puede dar paso a la violencia y al canibalismo compulsivo. En esta última etapa, el enfermo puede ser capaz de matar y de comerse incluso a los miembros de su propia familia.

Otras enfermedades culturalmente inducidas son:

  • En el Japón: el IMU.

  • En el sudeste asiático e Indonesia: la LATAH.

  • En Kenya: la SAKA.

  • En el norte de Groenlandia, entre los esquimales: el PIBLOKTOQ.

Estas cuatro enfermedades, no obstante pertenecer a zonas geográficamente distintas, son agrupables por las características comunes que presentan. Sus principales manifestaciones son muy parecidas a las histéricas; sus víctimas son principalmente mujeres. En Indonesia hay una enfermedad conocida como estado de AMOK, en el cual se incuba un abatimiento al que sucede una peligrosa explosión de violencia. AMOK quiere decir «atacar ciegamente». El KORO es una dolencia de origen chino, aunque difundida en Indonesia, y consiste en un estado de ansiedad que el paciente experimenta por temer que su pene se le introduzca en el abdomen y le cause la muerte. Para evitar tal percance, los indonesios aseguran el miembro mediante un instrumento llamado li-teng-hok, que es una varilla que se sujeta a un cinturón y en cuyo otro extremo hay dos placas metálicas en las que se introduce el glande. Estas placas después se ajustan, aprisionando de ese modo el glande. En 1932, el doctor Wulfften-Palte describió una fobia psicopática muy extendida en China y que se llamaba SHOOK YANG. Se manifestaba como un miedo tremendo al encogimiento del pene a causa del coito practicado a edad temprana o a causa de la masturbación supuestamente excesiva.


Apuntaciones complementarias

El concepto de normalidad cambia según las diversas culturas o está sujeto a múltiples variables. De ello ya se había percatado Durkheim, que como primera regla para distinguir entre lo normal y lo anormal nos ofrece la siguiente definición en su famosa obra Las Reglas del Método Sociológico:

«Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de su desarrollo, cuando se produce en el término medio de las sociedades correspondientes, consideradas en la fase correspondiente de su evolución».

La conducta considerada normal por una parte de la población puede ser calificada de anormal por otra. Hay una distinción de valores entre el rico y el pobre, el artista y el hombre de negocios, el intelectual y el obrero. Lo normal y lo anormal dependen, por otro lado, y entre otros factores, de la edad y del sexo. Lo que es normal para un muchacho puede no serlo para una muchacha, y viceversa. Y sucede lo mismo comparando los comportamientos de un niño y un anciano. Pero esto no es todo. Los seres humanos han llegado a considerar normales, no ya tal o cual forma de comportamiento, sino enfermedades propiamente dichas, es decir, verdaderas alteraciones de orden anatómico-fisiológico. Y lo que es aún más interesante: no sólo las han considerado normales, sino que los hombres también han estimado que el padecer cierta enfermedad era signo de distinción social y asunto de buen gusto. En Inglaterra, tener bocio se consideraba muy estético. El bocio es el abultamiento de la parte anterior del cuello por la hipertrofia de la glándula tiroides. La glándula crece desmedidamente y entonces se produce una eminencia muy señalada en el cuello, una gran papera. «Se revela así que el concepto de normalidad es relativo. Es diferente según las distintas civilizaciones y sociedades, la situación y la edad, distinto también en cada sexo y en los varios estados mentales, tales como la vigilia y el sueño, la calma y la excitación. Al parecer, la “normalidad” es simplemente un artificio. Un tipo de conducta es normal cuando la sociedad está de acuerdo en llamarlo así» (Werner Wolff, Introducción a la Psicopatología)

Las lesiones cerebrales y la Sociedad Informática

Menciono en seguida cuatro lesiones cerebrales, todas ellas muy importantes y debidamente estudiadas por los especialistas.

  • Cuando se lesiona el centro de Broca, la persona no puede hablar (afasia).

  • Si la lesión ocurre en el centro de Exner, entonces el paciente no puede escribir (agrafía).

  • Si la lesión es en el centro de Wernicke, el lesionado no puede entender lo que oye (sordera verbal).

  • Y si la lesión se produce en el centro de Kussmaul, entonces el paciente no puede entender lo que lee (ceguera verbal).

Pues bien: lo terrible es que ahora, sin que haya ocurrido ninguna lesión cerebral, los alumnos, tanto escolares cuanto universitarios, no entienden lo que dice el profesor (sordera verbal) y tampoco entienden lo que leen (ceguera verbal). A este paso llegará el momento en que tampoco podrán escribir (agrafía, que ya en parte está ocurriendo) y más adelante tampoco podrán hablar (afasia, que también ya está ocurriendo). La Sociedad Informática y la Era Digital están, pues, lesionando seriamente el cerebro de los seres humanos. 

Cada vez son menos las personas de peso, las que por su sensatez y juicio influyen positivamente y sirven de ejemplo. Escasean las personas con predicamento, o sea las personas estimables y dignas que han llegado a serlo por sus obras. Esta época que vivimos, o que sufrimos, tiene, entre otras características, las cuatro siguientes: 

  • inmediatismo

  • fragmentarismo

  • superficialismo 

  • facilismo.

Por eso hoy el cerebro está de vacaciones, porque el estado natural y normal del cerebro es la distracción y desatención, y cuando queremos que obre distintamente, es decir, que atienda y no se distraiga, tenemos que esforzarnos y llegar incluso al denuedo, cosa que para las más de las personas es repugnante. De ahí que prefieran seguir distrayéndose y desatendiendo. Las personas que quieren realmente cambiar son conscientes de que este querer lleva consigo el poder correspondiente que habrá de posibilitarlo. Ahora bien: para averiguar si podré cambiar, deberé averiguar primero qué es lo que no podré cambiar, es decir, lo innato que hay en mí. Las manifestaciones innatas son de fábrica y naturalmente no son aprendidas. A veces lo innato se confunde con lo aprendido. Casi todo el mundo cree que el parpadeo es innato. Creencia infundada,  porque el parpadeo es aprendido. Lo que pasa es que la criatura lo aprende a los tres o cuatro meses de nacida y por eso se supone que es una reacción innata. Las expresiones básicas del rostro humano son innatas. Aludo a las expresiones de alegría, tristeza, temor, enojo, rechazo, incomodidad, perplejidad, desconcierto y admiración. El temor al extraño, el recelo ante el desconocido y el rechazo del forastero, todo esto es innato. La alienofobia, miedo a lo extraño, es anterior a cualquier agresión, agravio o amenaza del extraño; éste, sencillamente, es rechazado por el solo hecho de ser extraño. Hay, pues, según parece, y enhoramala, base biológica para justificar el espíritu tribal (mejor lo primero), el nacionalismo, el patriotismo, el chovinismo y el racismo. La tendencia a delimitar espacios propios y guardar distancias con otros es innata en el hombre. La territorialidad, es decir, la incapacidad de convivir pacíficamente en comunidades de más de cien personas, es innata. La incapacidad de conocer bien a los demás y de conocernos debidamente a nosotros mismos es innata en el ser humano. La predisposición a la obediencia y a la sumisión es innata. Y lo mismo la predisposición al mando, a la jefatura o al liderazgo. Es decir, mandar nos es connatural, pero también nos es connatural obedecer y someternos. Sentirnos iguales a los demás no nos es connatural. Por eso la democracia nunca ha podido imponerse, porque la democracia es igualitaria, pero el hombre no. Curzio Malaparte, en su famosa obra titulada La Piel, dice: «Sabía que la libertad no es un hecho humano, que los hombres no pueden, o quizá no saben, ser libres, que la libertad, en Italia, en Europa, apesta tanto como la esclavitud».

Es innata la reacción de extrañeza, esto es, el sorprenderse de una cosa y, a causa de la sorpresa, reírse y burlarse de ella. Las risas y burlas que provoca la torpeza del prójimo es una reacción universal e inaprendida. Los niños de apenas un año de edad se ríen mucho cuando una persona que les es familiar cambia de manera llamativa, bien sea en el aspecto, o bien en los movimientos. Burlarse del comportamiento extravagante del prójimo es práctica universal e innata. También lo es la agresividad y la disposición a establecer un vínculo amistoso. La simpatía y la antipatía, la gracia, el sex appeal y el carisma, todo esto es innato. También son innatos el genio, el talento, el don, el paladeo, la intensidad del impulso sexual, los reflejos de succión, deglución o tragamiento, y prensión. La reptación es innata, es decir, andar arrastrándose como algunos reptiles. Y a propósito de reptiles: la ofidiofobia (miedo a las serpientes) es innata. El reflejo de Moro es innato. El pediatra alemán Ernst Moro (1874-1951) descubrió el reflejo que lleva su nombre. Puesto un niño de pecho en decúbito supino (estirado boca arriba) sobre una mesa, un golpe fuerte dado sobre ésta provoca en el niño movimientos de abrazo. También la reacción de evitamiento es innata. Cuando al infante se le confronta con un cubo y a veces con la sombra de un cubo que comienza a acercarse lentamente hacia él, el niño evita el objeto que se le acerca, poniéndose a un lado y tratando de que el objeto viniente no lo choque. Esta reacción es ya observable en criaturas de dos semanas. La reacción a los sabores es innata. El recién nacido (doce horas de nacido), que aún no ha probado leche materna, reacciona con satisfacción si se le pone una gota de agua azucarada en la lengua, pero hace una mueca de disgusto si se le pone una gota de jugo de limón. La reacción a los olores es innata. Los recién nacidos gustan de la esencia de plátano, pero desde luego no les gusta el olor que despide un huevo podrido. Les satisface, así mismo, el olor de la vainilla, pero no el del camarón. El reflejo de oclusión respiratoria es innato, pero lo es sólo inicialmente, ya que después se va perdiendo y es gradualmente reemplazado por una conducta cortical. Es decir, lo que inicialmente era inaprendido, tiene posteriormente que aprenderse. (El reflejo de oclusión respiratoria permite al niño de pecho no asfixiarse en medio de la ropa de cama.) El empujón pélvico en el coito es innato, pero sólo en el varón. A la mujer no le es connatural y ésta tiene que aprenderlo. Así pues, como se puede ver, el ser humano puede cambiar, pero cambiar sólo lo aprendido, que es muy poco, y mucho lo innato, lo incambiable, lo duradero.


El Asesino Desorganizado

La pérdida de los controles instintivos

Niko Tinbergen, científico de renombre mundial, dijo que el hombre es un asesino desorganizado, queriendo significar con esto que el hombre carece de las barreras naturales instintivas que impiden al animal matar a sus congéneres. Carencia que lo obliga a la creación de disuasivos —normas, leyes, preceptos y mandamientos—, que no tienen por cierto la eficacia de los frenos e inhibiciones instintivos que la naturaleza dio al resto de los animales. En el comportamiento agonístico o agonal de los animales, esto es, cuando luchan o pelean (agón, en griego, significa lucha, combate, y por eso se dice agonía en la lucha postrera de la vida contra la muerte); pues en el comportamiento agonístico de los animales, un gesto de sometimiento, de humillación, pone fin a la contienda. Los cuervos y otras aves ofrecen la parte posterior de la cabeza; los perros y los lobos la garganta. En el mismo instante del ofrecimiento, el vencedor debe interrumpir la lucha, y la interrumpe. Una inhibición propia de su especie le impide dar el mordisco fatal. De esta manera, el más fuerte se impone, pero el más débil sobrevive. El hombre, en cambio, carente de tal inhibición automática, da el mordisco y mata al rival. Esta pérdida de dicho control, según Lorenz, se debió al uso de las primeras armas, que permitieron al ser humano actuar con una rapidez mayor que la del instinto, de modo que la inhibición de matar ya no fue eficaz. Con el perfeccionamiento de las armas, el hombre pudo matar a distancia y, además, sin ser visto por el enemigo. Pero no sólo eso: pudo matar también —y esto es muy importante— con impunidad emocional. El asesino que tira, por ejemplo, un misil de un continente a otro, no vive directamente las terribles consecuencias que ocasiona. Perdido el control instintivo que impide matar al contrincante, surgió la posibilidad de matarlo innecesariamente. El hombre mata por gusto y se complace en ello. También es el único animal que se ensaña, esto es, que se deleita en causar el mayor daño y dolor posibles a quien ya no está en condiciones de defenderse.

Definimos la agresión como la disposición y energía humanas inmanentes que se expresan en las más diversas formas individuales y colectivas de autoafirmación, aprendidas y transmitidas socialmente, y que pueden llegar a la crueldad. Factores hereditarios específicos, innatos, genéticos, influencias psicológicas y culturales, estructuras del sistema nervioso, y también hormonas y modelos sociales, en su interacción e interferencia, determinan el fenómeno de la agresión. La falsa apreciación propagandística e ideológicamente errónea de que con la violencia no se puede cambiar nada realmente, es contradicha por la observación histórica, psicológico-social y política. La violencia no sólo es eminentemente transformadora de la realidad y realmente eficaz, sino que determina en un grado cada vez mayor el fondo y la superficie de la realidad moderna. Los Estados más respetados son aquellos que poseen mejor armamento. Con la técnica de la llamada polarización —sólo existen aliados y enemigos, y el que no está conmigo está contra mí— se consigue la esquematización, que es una de las premisas de la violencia. A la larga, el uso de la violencia es una pobre estrategia, porque sus éxitos iniciales, al llamar la atención y al obtener un carácter público, inducen a la repetición, la embotan y provocan más violencia y el embrutecimiento general. En un mundo polarizado, fanatizado, obstinado en la violencia, la renuncia incondicional a la violencia en cualquier circunstancia es, o una pose, o una sobrevaloración irracionalmente demencial de la razón.

Para los etólogos, la agresividad es pulsión autónoma y no simplemente una manifestación reactiva del organismo. Pero según la hipótesis de la Escuela de Yale, hay relación causal entre la frustración y la agresión; ésta supone siempre la existencia de aquélla; la agresión sería, en consecuencia, de índole reactiva; cada vez que se impide una conducta cuyo fin es obtener placer o evitar dolor, se origina una frustración, que a su vez despierta agresión contra las personas o cosas que se tienen por causantes de la frustración. La frustración es estímulo para la agresión, pero no es el único estímulo.

La agresividad, cuando no es destructiva ni violenta, es biológicamente útil. Si no fuésemos agresivos, hace tiempo que nos habríamos extinguido como especie. Por eso el homo sápiens ha llegado a ser homo brutalis. Tanto la aplicación crudelísima de la violencia brutal como la habituación indiferente a la brutalidad como suceso diario, son cada vez más frecuentes. La violencia suele combatirse con la violencia. Error de bulto, según Friedrich Hacker, en cuyo sentir la violencia no puede ser neutralizada con éxito por la violencia, sino por la identificación y el conocimiento de las circunstancias y condiciones que engendran la violencia, y por la eliminación de las mismas.

En los primeros ciento cincuenta años de los últimos doscientos, en el Occidente civilizado —supuestamente civilizado—, la principal ocupación del hombre ha sido matar. Cada minuto, un ser humano ha dado muerte a otro ser humano. En los últimos cincuenta años, la pausa entre una y otra muerte violenta se ha reducido a un tercio; es decir que actualmente cada veinte segundos un hombre mata a otro hombre. Lewis Richardson, en su libro Estadística de las Querellas Morales, calcula que entre 1820 y 1945, fueron muertos cincuenta y nueve millones de seres humanos en guerras, ataques homicidas y otras luchas fatales. Considerando, pues, la destructividad, la brutalidad y la estupidez de la especie humana, Denegri comparte la opinión de Konrad Lorenz de que es inútil seguir buscando el eslabón perdido, porque el eslabón perdido somos nosotros. Habrá que pensar, en consecuencia, como ciertos gnósticos, que a nosotros no nos creó Dios, sino el Diablo, en un momento en que Dios estaba descuidado. Una demostración de ello es nuestra perseverancia en el error. Bueno fuera, o mejor dicho, no tan malo, que sólo nos equivocásemos; pero no, cometida la equivocación, perseveramos en ella, persistimos en el error, en el desatino o despropósito, en la estupidez monda y lironda. Es que no tenemos servomecanismos verdaderamente eficaces como los tienen los animales; y para enderezar y componer nuestra conducta los necesitamos; porque con la sola razón y las buenas intenciones seguiremos como estamos, desmedrados. 

Dícese de servomecanismo que es el sistema electromecánico que se regula por sí mismo al detectar el error o la diferencia entre su propia actuación real y la deseada. (Servo-, del latín servus, siervo, esclavo, sirviente, es elemento compositivo que entra en la formación de palabras con las que se designan mecanismos o sistemas auxiliares). En el ser humano, la detección del error o de la diferencia entre la propia actuación real y la deseada, no motiva la corrección, salvo ocasionalmente, y en consecuencia la equivocación o el desfase prosigue y la actuación empeora. La perseverancia en el error es una de las características más detestables del ser humano y una de las más peligrosas. Como decía el fisiólogo francés Charles Richet, estar dotado de razón y ser insensato, es algo mucho más grave que no estar dotado de razón.

El hombre no es, pues, homo sápiens. Pero, ¿entonces qué es? El hombre es un miembro del reino animal, del filum de los cordados del subfilum de los vertebrados, de la clase de los mamíferos, de la subclase de los euterios, del grupo de los placentarios, del orden de los primates, del suborden de los pitecoides, del infraorden de los catarrinos, de la familia de los hominoides, de la subfamilia de los homínidos, del género homo y de la especie stúpidus.

«Todos los hombres —decía Mussolini— somos más o menos estúpidos. La cuestión es ser un estúpido ligero. ¡Dios nos libre de los estúpidos pesados!». Nadie nos supera, en efecto, en la comisión de burradas. Somos, pues, los Animales Principales.

No solamente somos la única especie que no sabe convivir y que mata cada veinte segundos a uno de sus congéneres, sino que estamos empeñados —peligrosísimo empeño— en una creciente destrucción ecológica.

¿Por qué no tiene el hombre servomecanismos conductuales? En su libro El Arte Erótico de Mihály Zichy, Denegri ha demostrado que la existencia del instinto implica o presupone la inexistencia de la inteligencia superior. Y siendo, como es, propio del hombre la inteligencia superior, no menos propio habrá de serle la carencia instintiva. El hombre carece de instintos, al menos en el sentido en que usamos el término al hablar de la conducta de los insectos. Lo que por cierto no significa que la innaticidad nos sea ajena. Recuérdese, mientras tanto, que todo lo instintivo es innato, pero no todo lo innato es instintivo. Por ejemplo, el lingueirón es un molusco que cuando baja la marea se hunde a unos 15 ó 20 centímetros de profundidad, y allí espera tranquilamente a que suba la marea. Un agujero muy pequeño indica su escondrijo, y aunque bastaría escarbar un poco para llegar hasta el lingueirón, mejor es esperar a que salga. Todo se reduce a convencerlo de que ya subió la marea. Ahora bien: ¿cómo lograr convencerlo? Pues sencillamente poniendo en el orificio que ha dejado en la arena el lingueirón, un grano de sal gorda. El lingueirón, al percibir las emanaciones de sal, cree que ya ha subido la marea, y entonces sale. Y en cuanto sale, uno le echa mano, o bien para comérselo, o bien para pescarlo al día siguiente. Julio Camba dice que llegó a desconcertar de tal modo a un pobre lingueirón a fuerza de pescarlo todo un verano, que cuando subía la marea, el infeliz creía que Camba le había puesto un grano de sal, y cuando realmente se lo ponía, el lingueirón se figuraba que había subido la marea. Como dice Camba, perdida la confianza en su instinto, aquel lingueirón se había convertido, casi, casi, en un ser pensante y no acertaba ni por casualidad. El instinto, a diferencia de la inteligencia, es seguro, no falla; pero también es rígido y automático; la inteligencia, no. El instinto no permite al animal equivocarse; la inteligencia, en cambio, permite al hombre el libre ejercicio de sus facultades y los consiguientes aciertos o desaciertos. Los desaciertos o errores cometidos no pueden corregirse en el hombre automáticamente. Si el hombre tuviese instinto, entonces el instinto evitaría la comisión de errores, o mejor dicho, la imposibilitaría. Si el hombre fuese una máquina, entonces un servomecanismo, o varios, corregirían inmediatamente los diferentes yerros o desfases. O a lo mejor el hombre sí tiene instinto pero no le hace caso o le asusta, ya que no comprende lo sobrenatural. Sea como fuere el hombre no es, propiamente hablando, un animal instintivo, ni tampoco una máquina. Por tanto, la comisión de errores es inevitable y la perseverancia en el error llega a ser y es frecuentísima. Aún en el siglo XXI la perseverancia en el error prevalece y se ha convertido en una de las características más peligrosas y detestables del ser humano. El animal no piensa y por eso no puede dudar. El hombre sí piensa y por consiguiente sí puede dudar, pues ante una situación determinada es capaz de tener no un solo pensamiento, sino dos (dudar viene de dúo, que significa dos); y si el teniente de dos pensamientos opta por el pensamiento impropio, entonces se equivoca. El hombre carece de servomecanismos conductuales porque la inteligencia superior caracterizante de nuestra especie es en principio y en teoría nuestro gran servomecanismo conductual, o lo que es lo mismo, nuestro gran sistema de control. Lo malo es que desde el Paleolítico Superior hasta nuestros días la eficacia de ese sistema ha resultado escasa o nula. Eso es lo malo y lamentablemente continuará siéndolo. Presume Denegri con fundamento que de esta manera llegaremos, y con mucha rapidez, a deshumanizarnos completamente y a extinguirnos en consecuencia. Richard Leakey, el gran paleontólogo de Kenia, dijo: «Quizá la especie humana no sea más que un espantoso error biológico que se ha desarrollado hasta traspasar un punto en que ya no puede prosperar en armonía consigo misma ni con el mundo que la rodea». A una especie así lo único que le queda es extinguirse.

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